HERR ARNES PENGAR (El tesoro de Arne, 1919), de Mauritz Stiller.

La rima trágica entre la escena del inicio y la clave del final con una lanza agarrada fuertemente me parece un acierto. La riqueza en la puesta en escena, fabulosa. Cada composición de planos está cuidadosamente pensada, desde interiores íntimos hasta los exteriores implacables por su gélida aridez. Escenarios apuntalados por el barco de madera, solitario, epicentro del drama. Arquitectura de la demora, peregrinación y de liberación. Esperando que fuerzas indescifrables le permitan buscar la salida apartando un invierno sórdido para siempre.

HERR ARNES PENGAR (El tesoro de Arne, 1919). Mauritz Stiller. El arte olvidado en el hielo.


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La rima trágica entre la escena del inicio y la clave del final con una lanza agarrada fuertemente me parece un acierto. La riqueza en la puesta en escena, fabulosa. Cada composición de planos está cuidadosamente pensada, desde interiores íntimos hasta los exteriores implacables por su gélida aridez. Escenarios apuntalados por el barco de madera, solitario, epicentro del drama. Arquitectura de la demora, peregrinación y de liberación. Esperando que fuerzas indescifrables le permitan buscar la salida apartando un invierno sórdido para siempre.


Sobreimpresión para manifestar una visión terrorífica










La rima trágica entre la escena del inicio y la clave del final con una lanza agarrada fuertemente me parece un acierto. La riqueza en la puesta en escena, fabulosa. Cada composición de planos está cuidadosamente pensada, desde interiores íntimos hasta los exteriores implacables por su gélida aridez. Escenarios apuntalados por el barco de madera, solitario, epicentro del drama. Arquitectura de la demora, peregrinación y de liberación. Esperando que fuerzas indescifrables le permitan buscar la salida apartando un invierno sórdido para siempre.











Esa interminable procesión nocturna de mujeres vestidas de negro para recoger un cadáver del barco entre el hielo, producto de un sacrificio personal, constituye un momento cinematográfico de una solemnidad asombrosa.







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El descubrimiento hace dos años de esta película del sueco Mauritz Stiller, me hizo tambalear esa clasificación de preferidas inamovibles que solemos hacer las personas cinéfilas. Favoritas que permanecen en un espacio privilegiado abstracto, las cuales, de tanto en tanto, cristalizan en algún listado escrito. Nunca los he realizado de motu proprio. En parte por ese sentimiento de abandono de unas respecto al liderazgo de otras a causa de una injusta priorización que tampoco conduce a nada definitivo, ni es vital realizar. Pero, suele ocurrir que, si se trata de una petición externa, no lo vemos tan descabellado ya que parece minimizar la “responsabilidad” y ayuda a reordenar nuestra mente. Nos ejercita la memoria o, mejor aún, somos testigos de la evolución de nuestros gustos –a mejor, se supone– y la curiosidad empuja a ese ordenamiento que termina siendo un juego, simplemente. Un ejercicio a la vez tan voluble (por nuestro estado anímico del momento o sorpresas inesperadas), como sólido, asiéndonos con fuerza a nuestros pilares cinematográficos que moldearon nuestra cinefilia años ha.

La añadí indefectiblemente. Entró con una fuerza repentina en una encuesta famosa de veinticinco preferidas de la historia en la que participé hace unos meses. Saltó de forma inconsciente. El cine escandinavo mudo atesora grandes películas que no resuenan con la fuerza que debieran y, cuanto más escarbas, más emergen del hielo. Como el del mar congelado que constriñe el presente de las personas que habitan en esta obra maestra casi olvidada. Mauritz Stiller, como Victor Sjöström, Benjamin Christensen o C.T. Dreyer en su etapa muda, fueron piedras angulares del cine nórdico. Piezas indiscutibles que aportaron maestría al lenguaje cinematográfico de forma extraordinaria, aunque sus ecos se difuminaron más respecto a grandes como D.W. Griffith, figura indiscutible, sin duda alguna. Y eso lo sabían en EEUU, llamándolos uno a uno, seduciéndolos para engrosar con artistas de primera su industria con mayor o menor fortuna en sus carreras posteriores. Dejando así maltrecha y huérfana de creatividad la producción de sus países de origen, esperando la pronta aparición de otros grandes independientes.

En el caso que nos ocupa, Stiller cuenta ya con una obra sólida en Suecia. El verano pasado me hice eco en esta misma revista de una posterior, llamada Johan (1921), otra muestra de esa gran etapa que conjugaba de forma fabulosa el tríptico formado por lo cinematográfico, lo literario y la naturaleza. Porque si en algo fueron especialistas estos directores fue en la plasmación visual y emocional de la fuerza de los elementos sobre las existencias de sus ocupantes, ya fuera el agua, adoptando la forma del mar, los ríos, o la nieve. La tierra, el fuego o el concepto plástico y cinético sobresaliente del viento que se llevó consigo al otro lado del océano Sjöström para representar de forma poderosa el influjo descrito en la novela americana. En El tesoro de Arne resulta fundamental para la atmósfera literaria de la escritora Selma Lagerlöf en su novela “Las monedas de Don Arne" (1904), la inclusión de un invierno duro e inacabable como uno de los principales factores a sortear. La omnipresencia de paisajes nevados, un sol casi ausente, el mar, estrechos y fiordos congelados donde espera, atrapado, un fantasmagórico barco del s. XVI aguardando mejores temperaturas para zarpar, constituyen la viva imagen del “enclaustramiento” en espacios abiertos infinitos.

El guion, narrado en cinco actos, fue algo simplificado por Stiller y Molander, poniendo el foco de atención en la creación de una sensación de estatismo por los rigores climáticos, en un presente helador en el que subyace un misterio que supera lo meramente físico. Ese sentimiento de privación de libertad que manifiesta la grandeza de un mar parado, amenazante, cerrado a cualquier iniciativa de escape, se escribe con caligrafía también que responde a supersticiones y creencias de la zona, a la religión y costumbres que marcan esa sociedad en tiempos del reinado de Johan III. Una vasta extensión por la que surcan trineos tirados por caballos con el inherente miedo a la rotura de las placas de hielo que van debilitándose y que son capaces de engullir a un animal de manera inmisericorde.

El frío de las calles, de las cabañas, del mar, no se intuye. Te cala. Un frío también muy bien planteado por el suspense de la historia, por una evolución nada predecible, abierta como los espacios llanos donde se comunican sus habitantes y tres visitantes inesperados. Mercenarios escoceses llevados a la frontera para ser expulsados y que se escapan de la torre donde estaban detenidos. Un trío sin escrúpulos que desestabilizará la vida de esos pueblos cuando llegan a la casa del párroco, Sir Arne, asesinándolo a él y su familia, para llevarse un arcón lleno de monedas de plata (que lleva consigo una maldición) y quemar la cabaña. La imposibilidad de huida en barco hacia Escocia por el congelamiento del agua provoca que cambien de indumentaria e identidad y terminen en sus paseos por encontrarse con la huérfana Elsalill, superviviente del asesinato y fuego que vive ahora con Torarin, un vendedor de pescado y su mujer. El enamoramiento de la doncella del más joven de ellos, Sir Archie, al no reconocerle, precipita el drama y uno de los finales con más fuerza y fatalidad que se puedan ver en el cine.

Esa interminable procesión nocturna de mujeres vestidas de negro para recoger un cadáver en el barco entre el hielo, producto de un sacrificio personal, constituye un momento cinematográfico de una solemnidad asombrosa. Un poderoso ejercicio visual que reúne rabia, impotencia, honor y unión del pueblo para desatar la justicia. Produciendo la anhelada quebradura de las placas al paso de la larga comitiva fúnebre que las deshace con el fuego de sus antorchas y la entrega voluntaria a la muerte para el beneficio colectivo abriendo las puertas del mar por fin. Una milagrosa escena con evidente correspondencia en lo sinuoso de la procesión y el contraste con el blanco del hielo al final de Iván el terrible. Parte I (1944), de Eisenstein. Pero no sólo este momento es lo más plausible de la película, pues el camino hacia el término merece una parada también. Stiller y su director de fotografía, Jaenzon (responsable de la de La carreta fantasma, de Sjöström), logran con creces dar forma plástica a lo fantasmal de la novela, aunque rebajando la carga más enfatizada de ésta.

La visión agorera de la mujer del párroco de los escoceses afilando unos alargados cuchillos con esa sobreimpresión resulta espeluznante, así como las apariciones de la adolescente acuchillada a Sir Archie cuando vaga solo por el hielo producto de su remordimiento. La ayuda del espíritu de la chica en el pasaje onírico reúne delicadeza, magia y miedo con su sobreimpresión espectral en la habitación o por las calles estrechas y solitarias del pueblo. Todo un alarde de maestría en la narración visual del director, que buscaba todas las posibilidades para una expresión plástica compleja en esos años. Mostrando la dificultad de la profundidad de campo de sus planos, tímidos travelling que siguen al trío por la montaña o los cambios en el dramatismo de las escenas alternando con eficacia primeros planos de la protagonista con planos medios de la pareja. Aquellos donde duda, reflexiona, se aleja, se acerca al asesino de una forma irremediable, para caer en un destino escrito para ella.

Sí, cada vez tengo más claro por qué cuando vi por primera vez esta película hace dos años, escribí sobre la grandeza del cine mudo. Porque puedo leer en sus formas visuales la psique de sus protagonistas sin necesidad de que hablen. Por su evolución imprevisible, sin saber quién es el protagonista debido a lo serpenteante del guion hasta que se centra en la historia de amor. Por apreciar el trauma de un alma rota en la sombra proyectada que divide el cuerpo de Elsalill. Por ese rayo de luz extraordinariamente colocado que sugiere la ilusión del cabello dorado fantasmal provocando un giro en una escena de amor que conduce hacia la culpa y el dolor. Y porque existe un flashback que pone imágenes a un episodio fundamental que se nos presentó con una elipsis desconcertante. (Existe una copia en VOSE con algún plano menos respecto a la que hay en alta calidad restaurada en 2017 en la que se observa otro flashback con una escena simulando un plano aéreo de un barco en una gran tempestad realizado con una maqueta. Destacar que esta copia tiene menos reducidos los laterales y se ve más la cara de la doncella en determinados encuadres en que estaba cortada).

La rima trágica entre la escena del inicio y la clave del final con una lanza agarrada fuertemente me parece un acierto. La riqueza en la puesta en escena, fabulosa. Cada composición de planos está cuidadosamente pensada, desde interiores íntimos hasta los exteriores implacables por su gélida aridez entre la ventisca. Escenarios apuntalados por el barco de madera, solitario, epicentro del drama. Arquitectura de la demora, peregrinación y de liberación. Esperando que fuerzas indescifrables le permitan partir alejando un invierno sórdido para siempre.






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