CHIRCALES (1972), de Marta Rodríguez, Jorge Silva.

CHIRCALES (1972), de Marta Rodríguez, Jorge Silva.

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El Nuevo cine latinoamericano o Tercer cine fue pariente lejano del neorrealismo. Cine de raigambre social también, sacado de las cenizas del conflicto, de la injusticia y la pobreza, pero en un contexto muy diferente. Aquel que heredó el látigo del colonialismo, la violencia y desigualdad social, sumiendo en el subdesarrollo a varios países. Hubo muchos directores que marcaron con acento autoral ese cine reivindicativo que clamaba y abría sus heridas al exterior, pero me centro en la colombiana Sara Rodríguez, directora que trabajó con Jorge Silva exponiendo la realidad sociopolítica de su país, introduciéndose en los males que arrastraba la población indígena desde antiguo y su población obrera. Así —tal como haría su compatriota Gabriela Samper con los campesinos cubanos, Sara Gómez en Cuba, o Margot Benacerraf en Venezuela con los obreros de las salinas—, dieron testimonio de los males que asfixiaban a los desheredados de la tierra. A los olvidados. Mujeres en un oficio que aún tenía que redefinirse en el cine, pues todavía era un espacio con escasa presencia femenina.

Chircales arranca con la euforia en la Plaza Bolívar de Bogotá por el comienzo de nuevos tiempos políticos en 1966. Se habla con entusiasmo de votaciones, del partido Liberal, de optimismo de un país en proceso de cambio. Vemos imágenes del presidente Carlos Lleras, que comenzó lo que se llamó la “transformación nacional” y escuchamos en voz en ‹off› que el país está mejorando en quién posee los latifundios y la disminución de la oligarquía. Hasta se idealiza la situación con la Fundación Rockefeller ayudando en el país. Información oficial rodeada de jolgorio, música que contrasta pronto con lo que exponen los directores. El silencio se hace dueño del documental porque le toca el turno a la miseria hecha imagen. Es tanto lo que nos impactan esos niños descalzos por la tierra sacando arcilla de montículos pesando más el pico que ellos, en un lugar inhóspito sacado de la peor pesadilla, que podría constituir otro capítulo más de aquel Cine de la crueldad junto a Buñuel, entre otros directores.

María y Alfredo tienen doce hijos y uno en camino porque “así lo quiere dios”. Malviven hacinados en un “chircal” al lado del río Tunjuelo, zonas del extrarradio donde se producen de forma primitiva ladrillos. Son parte de ese colectivo que no aparece en las estadísticas, silenciado y encubierto porque enturbia la realidad. Alfareros que escapan a un control político abandonados a su suerte, a merced de terratenientes, arrendatarios y ninguna legislación que les ampare. Muy al contrario, les está prohibida cualquier iniciativa de organización sindical que reivindique sus derechos bajo amenaza de desalojo y ocupación por otras familias. Mal pagados, manipulados en el voto, trabajan a destajo desde el pequeño de la casa hasta los padres, enfermos, envejecidos prematuramente y con el cuerpo roto después de décadas de sobreexplotación. Son producto de aquel episodio de La violencia (a partir de 1946) en Colombia, en el que perecieron miles de personas y millones se desplazaron a zonas urbanas en condiciones infrahumanas.

Apoyado en una música chirriante, aguda, vemos la doble desesperación por condición de obrera y mujer de la madre en esos quince ladrillos que carga avejentada mientras su marido bebe por las noches, pega a sus hijos y amamanta a la pequeña mientras trabaja. Sentimos la indigencia en una cama con seis personas apiladas. Nos horrorizamos ante la explotación infantil con los hijos que nunca juegan y están envueltos en barro. Y nos conmovemos cuando vagan expulsados sin equipaje, sólo con un pequeño torno y un cuadro de Jesucristo.








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