VOLVERÉIS (2024), de Jonás Trueba.


VOLVERÉIS (2024). Jonás Trueba.

Jonás Trueba empezó con un cine “marginal” de sutil sabor amateur, que ha ido creciendo repleto de amigos y en calidad. Una cierta ingenuidad en su manera de desenvolverse en la industria ha ido desplegándose a través de su cine independiente hasta traspasar una frontera con una dirección a observar más atentamente a partir de ahora. Ya no tendría que ser ese “iluso” que dio nombre a su productora y película de 2013. Alcanzar Francia con La virgen de agosto (nominada en los premios César a Mejor película extranjera en 2021) le abrió puertas inesperadas. Acercarse a Cannes con Volveréis en la Quincena de cineastas –sección con alma de contrafestival– para ganar sorprendentemente el premio a Mejor película europea, le coloca en una situación de punto de inflexión ya que me parece su película más madura. Ésta contaba con un presupuesto más “normal” respecto a las anteriores, aunque el director siempre ha procurado hacer cine de la forma más independiente posible para tener un control sobre su producto. “Hay que trabajar con lo que se tiene y no con lo que no se tiene” ha comentado en alguna entrevista, pero quizá sus próximos proyectos irán creciendo económicamente y quién sabe si mutando hacia terrenos diferentes.


Su última historia no ha cambiado en esencia, sus trabajos van madurando y estableciendo diálogos y vasos comunicantes bastante reconocibles entre todos ellos. La última siempre constituye un paso más que se apoya en la anterior y a eso ayuda la estabilidad del equipo técnico y artístico que casi no varía desde sus comienzos. Pero, en Volveréis se aprecia un giro quizá producto de circunstancias personales y de una lógica evolución de su cine que va paralela a ellos. El director venía de abandonar un proyecto en Granada que recogió Isaki Lacuesta y eso le produjo cierta incertidumbre que desembocó en una crisis personal y profesional. Pronto remontaría y acogería otro que se materializó en la escritura del guion sobre una pareja (protagonizada de nuevo por Itsaso Arana y Vito Sanz, con una química fabulosa) a punto de romper al que incorporaría la voz de Sanz, junto con Arana (que ya había coescrito La virgen de agosto) y él mismo, como siempre. El tono muestra más pinceladas de humor a pesar de narrar la inminente separación de una directora de cine (Ale) y el actor de sus películas (Alex) –curiosa y buscada la similitud de los nombres– que llevan conviviendo catorce años. A Jonás Trueba le apetecía rodar comedia para compensar una cierta etapa de recesión y cambio, aunque no esté privada también de melancolía y cierta acritud.


Y así surge esta fresca historia enmarcada en ese Madrid –que ya tiene un marchamo Trueba, como la Roma de Fellini–, característico en su cine, aunque idealizado cultural y políticamente. Paisaje urbano que se asoma a rincones menos reconocibles, a barrios con sabor a autenticidad y esencia, que podrían universalizarse al acompañar sentimientos y pasajes tan cotidianos, como íntimos y cercanos al espectador. Al cineasta le gusta jugar con los títulos de sus películas para llevar a la confusión e interés (véase La reconquista, Quién lo impide, Tenéis que venir a verla…) y aquí lo hace con nosotros. Un juego en el que aceptamos gustosamente entrar para ver si de verdad esa pareja deliciosa se reencuentra y vuelve, tal como les comentan todos sus allegados. El juego también lo compone un guion en el que la ruptura no va a ser drástica, sino bastante civilizada y extravagante a la vez con la celebración de un final a lo grande. Una fiesta con actuación en directo con muchos amigos proveniente de una frase pronunciada en el pasado por el padre de Ale: “Hay que celebrar las separaciones en vez de estar tristes”. Idea paradójica en principio que tiene un origen verdadero en Fernando Trueba, su padre, cuando Jonás era adolescente y que se le grabó hasta cristalizar como detonante de la película.


Trueba hijo se decanta por un cine con una base sólida en los diálogos. Sus personajes hablan mucho. Desde situaciones domésticas, desde lo cotidiano, aunque también están salpicados por muchas referencias intelectuales underground a escritores, músicos y cine (una cinefilia cultivada desde niño por su entorno). A la cultura en general por el contexto sociocultural en que se desenvuelven. Referencias que salen a veces a borbotones, otras más desapercibidas en el atrezzo, decoración o punto de encuentro de sus habitantes. Jóvenes que han ido madurando a lo largo de estos años repletos de dudas existenciales, reflexiones, celebraciones (casi siempre están comiendo, fumando o bebiendo en sus escenas) amistad, amor y desamor. Apuesta por contar historias normales, experimentadas en entornos nada sofisticados, sino habituales en los que, aunque estén exentos de acontecimientos extraordinarios, subyace la chispa que te capta. Hacer de la sencillez, seducción y sutil magia, es uno de sus fuertes. Una capacidad extraordinaria para elevar lo corriente, de mantener permanentemente la frescura de episodios a través de guiones vivos, que simulan construirse en directo apoyados por conversaciones que parecen muchas veces surgidas de la improvisación, de la viveza y verdad de sus escenas. El director mismo reconoce que no cuenta con unos guiones cerrados a la antigua usanza en la preproducción, sino que están sometidos a una metamorfosis “en directo”, que pueden fluctuar durante el proceso. Y me lo imagino con notas diarias en los bolsillos a lo Rossellini o dejándose aconsejar por algún intérprete para hacer más veraz alguna escena. Uno de sus fuertes es la elección de éstos, los cuales amplifican la voz de Jonás con actuaciones muy naturales y creíbles.


No se puede buscar en Volveréis, a pesar de su temática de relaciones desgastadas por el tiempo, quiebros afectados, ni un pathos derrumbado que marque el paso de la película. Al contrario. Ésta se encuentra impregnada de escenas con humor no demasiado exaltadas, pero que sí te hacen mantener la sonrisa en gags metidos algo con calzador como los comentarios tras ver en casa una película americana de 1979 de Blake Edwards sobre cultura de la cancelación, cosificación de la mujer o la defensa del matrimonio –que creo que es en el fondo lo que defiende en silencio Alex para salvar su pareja–. Película que, por cierto, debe gustarle o le marcaría en su adolescencia a Trueba porque también hace referencia a ella en Los ilusos. En esa misma línea hay una desmitificación de la escena del reencuentro sexual que, lejos de ser una explosión emocional, conserva una pátina delicada, de contención de sentimientos y hasta un autoconcepto de ridículo (calificándose de pavos) por el momento íntimo piel con piel al que han sabido llegar como consecuencia de las imágenes en viajes del pasado –un cine casero que puede hacerles mejores como el libro que aconseja su padre–. Memoria del amor encapsulada en vídeos por París que afloran in extremis junto a la búsqueda de la tumba de François Truffaut en Montmartre. Gran homenaje que seguro celebrarían en Francia y que le predestina a acogerle como a Albert Serra, más que aquí. Aunque a Jonás Trueba no le agrada tanto que digan que su cine en esencia bebe del francés y, en particular de la Nouvelle vague, ese episodio aislado evidencia su indisimulada pasión, así como el origen de su nombre está relacionado con la película de Alain Tanner y el cine francés de por vida. Esperemos que los derroteros a los que nos lleve Jonás Trueba a partir de ahora no sigan la estela de la etapa más negra del director francés en películas como La chambre verte, cuando se hallaba inmerso en una honda crisis personal y se queden esos homenajes sólo en conversaciones en la cama como la del inicio o la de los dos cada uno con su libro antes de dormir, juntos físicamente, pero alejados en lo íntimo.


Un aspecto a reseñar aparte de la importancia de los guiones en el cine del madrileño, es su puesta en escena que no pasa desapercibida, a pesar de permanecer más en segundo plano respecto a éstos. La casa elegida por donde exhibe la pareja su desamor y agotamiento refleja muy bien los espacios y actos que los separan. Al levantarse, cada uno hace lo contrario al otro, evitan el encuentro, las estancias se ruedan acentuando la estrechez y las ventanas o marcos que los dividen. Y queda clara esa división por una pantalla compartida de los dos, cada uno en sus quehaceres.
Como ni ellos mismos se creen plenamente esa idea de celebración del fin de la convivencia, los espacios van abriéndose conforme avanza la película, para buscar nueva casa sin ganas, para oxigenarse por un puente, acudir a la casa paterna o terminar en la fiesta final en un jardín urbano en pleno Madrid que es capaz hasta de embellecer y darle otro aire al famoso Pirulí que domina el plano.


Desde el comienzo se respira una cierta idea que no sabe a verdad como en su cine anterior. Y tiene su porqué. Ya lo vaticinan sutilmente en la conversación inicial en la cama, perfilando lo que ocurre después en forma de metacine que resulta un gran acierto, desestabilizando y aportando magia a lo que vemos. Cine envuelto en cine del que somos testigos en su proceso a través del montador y la directora. Esqueleto de una película en construcción que se autocuestiona y en el que la directora Ale pasaría a ser el alter ego de Jonás que reflexiona sobre el suyo, en definitiva. De ahí que en ese pase con amigos (donde se dan cita muchos actores de otras películas suyas) se tengan muchas dudas y varios miembros del equipo aporten sus impresiones. ¿Podría ser las respuestas que creen que va a tener el público anticipándose a lo que opinan? Pues sí. Una película edificada en la duda, porque ni Ale siquiera le quiere enseñar, ni hacerle partícipe a su padre como en otras ocasiones para que le dé su opinión antes de su montaje final. Se muestra insegura, no le gusta cómo está saliendo, pero quiere volar sola.


Existe un claro homenaje también a la figura paterna con la aparición de Fernando Trueba cediendo su hogar para la fiesta de ruptura. Un padre algo excéntrico, solitario y generoso, incapaz de verbalizar su estupefacción ante la idea de su hija fruto de sus opiniones y consejos ingeniosos en el pasado. El primer plano de su rostro maduro y gesto contrariado no tiene precio. Uno de los más emotivos de la película por esa responsabilidad, preocupación y melancolía que lo rige. Sublimado por la música, cuando estás a punto de emocionarte de verdad, existe una abrupta ruptura que disipa la lágrima fácil pasando a otro plano donde le aconseja libros de filosofía para intentar reconducir y evitar esa idea que se puede materializar en unos días. La repetición de Kierkegaard o El cine, ¿puede hacernos mejores? de Stanley Cavell, toman el control de la historia. Son el eje del relato basado en el mantra que repiten para convencerse con ese “estamos bien” a pesar de la separación y que verbalizan sin descanso a cada persona cercana. Una repetición en lo cotidiano, muy subrayada adrede, hasta en la cita del filósofo que leen en la cama. Y también como eje hallamos esos guiños a la época dorada de la alta comedia americana de enredos de los cuarenta, con esas alocadas rupturas y reconciliaciones milagrosas a la que conduce ésta. ¿O no?


Ale y Alex viven su ficción fusionada con su realidad. Se respetan, pero están cansados uno del otro. Quieren dejarlo todo, no sufrir en su nueva etapa desdramatizando el final, pero sí lo hacen a su forma. Llorando desconsolada en la calle casi como la protagonista de Vive l’amour (1994) de Tsai Ming-liang (sale una referencia de forma secundaria en Los ilusos), como en las miradas nocturnas de Alex delatoras de pasión callada cuando ella tiene pesadillas. También en ese ligero resquemor por la adquisición de un pijama de seda impoluto que sustituye a una camiseta desgastada y fea con la que se pasea normalmente Ale. En ese cuadro pintando durante un año con mimo y amor que llega a destiempo. Y en la definitiva, en esa grabación con tensión del último momento de una separata en la que Vito Sanz despliega emoción y contención a la par hablándose sin hablar con una mirada que se desmorona.


Jonás Trueba filma un fin de fiesta enormemente feliz, quizá más para él que para sus personajes, pues se apoya en cada rostro habitual de su cine uno a uno. Están todos, ríen, beben, bailan. Están, que es lo importante. Está su padre, Fernando, actuando con el gesto y palabra con los que le recuerda cuando era pequeño y asistía a los rodajes en un ejercicio de nostalgia. Y si ocurre el milagro no lo sabremos. El camino está abierto, las cartas de ese tarot del cine de Bergman (otra referencia cinéfila a un director por la inestabilidad con su pareja y actriz Luv Ullman) hablan de un futuro que vuela alto. A saber.






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