BLACKBIRD BLACKBERRY (2023). Elene Naveriani.

BLACKBIRD BLACKBERRY (2023). Elene Naveriani.


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La directora georgiana Elene Naveriani se inspira para crear Blackbird Blackberry (Shashvi shashvi maq'vali, 2023) en una novela de la escritora activista Tamta Melashvili de la que le sedujo la fuerza del personaje femenino, su edad madura y que podría ejercer una identificación en el público, según cuenta en una entrevista publicada en Cineuropa, con motivo de su inclusión en la Quincena de cineastas en Cannes el año pasado. Naveriani deseaba extraerla del relato dándole un cuerpo para materializarla, al considerarla un icono porque: “Etero (la protagonista) vive una contradicción en su interior, ya que es muy inteligente, muy intuitiva, como una ‘feminista natural’, pero aun así se rinde a lo que el mundo exterior espera de ella”.

Esta película ha obtenido varios premios entre los que destaco los tres conseguidos en el pasado Festival Internacional de Cine de Gijón/Xixón (FICX) como el de Mejor actriz a Eka Chavleishvili, el Mejor actor a Temiko Chinchinadze y el Premio a la distribución. También está gozando de una amplia carrera con su presencia en otros festivales como el Atlàntida Mallorca Film Festival (AMFF), que está de actualidad ahora. El cine georgiano ha gozado de una entidad y calidad que le han hecho desgajarse y valorarse por su sensibilidad y estética con independencia del soviético donde estuvo inmerso, elementos que conserva y que le hacen tener una presencia cada vez mayor en el cine contemporáneo.

En este caso, el enfoque tiene connotaciones con base feminista por su procedencia literaria, enfocando la mirada hacia una mujer de casi cincuenta años que se nos presenta solitaria, con un físico muy distinto a los cánones y arquetipos habituales que suelen abundar en el cine y una vida anodina que antes era casi imposible que ocupara una atención preferente en la pantalla grande. Etero es presentada recolectando moras cuando, mirando un mirlo, queda absorta cayendo súbitamente por un terraplén abrupto hacia un embalse. Este despiste constituirá un punto de inflexión clave en su existencia, un antes y un después por esta experiencia dramática cercana a su final que le provocan una situación de emergencia, de conmoción sin vuelta atrás. Imaginar su fin ahogada en la orilla ante las miradas inmisericordes de sus vecinos le hacen plantearse despertar de su letargo emocional producto de una vida gris, complaciente con los demás y consumida muchos años al lado de su padre y hermano mayor, fallecidos ya. No es tarde para Etero –una mujer que regenta una tienda pequeña en una zona rural de Georgia–; aunque su cara, ojos y cuerpo reflejen el paso del tiempo, se merece el descubrimiento tardío de la pasión y el amor que busca abrupta y apasionadamente en el repartidor que conoce desde hace años. Una escena de extraña composición, de recreación poco habitual de la seducción madura que atrae por su concepción entre naturalidad y necesidad.

La premisa de la que parte la película tiene a favor la exposición de la reivindicación del sexo a cualquier edad, edificada en cuerpos con sus volúmenes, sus pliegues, texturas de la piel, bajo una ropa nada erótica, aunque revestida de honestidad y franqueza en el amor adulto. Agrada la ilusión y toma de decisiones por primera vez bajo la firme voluntad de esta mujer que se siente una rara avis en su pueblo, observada, criticada y de la que se apiadan también por ir a contracorriente. Una mujer que va a destiempo con la naturaleza, que pierde la virginidad mientras sus amigas hablan de menopausia, que se enamora de un hombre casado mientras las otras viven relaciones largas que han consumido todo atisbo de chispa y emoción. Un momento extemporáneo el de Etero que la aleja más aún de ellas en una escena de incomprensión de ida y vuelta cargada de afiladas aristas que desatan la revolución interna a la que le no importa que la naturaleza clame un inminente declive.

Ella llega tarde a todo, a estudios, al amor, a compartir vidas, al sexo, a sentirse deseada; a poder elegir después de una constante existencia dirigida por otros. Lo que a priori debería resultar una historia indómita con un desarrollo in crescendo, que engancha, comienza a flaquear por la indefinición de la relación de Murman y ella –desaparece, aparece, no están claras las líneas emocionales que, de repente, afloran a deshora–, cayendo en una narración irregular, algo plana, fría, atonal, con un pulso lento muy diluido que no emociona lo suficiente. Quizá la película bascule demasiado sobre la figura de Etero, dependiendo mucho de su omnipresencia y su permanente gesto adusto, dotada de un hieratismo algo forzado y una aspereza desprendida que terminan por alejarte de ella. Por no empatizar con ese personaje parapetado en un gélido muro infranqueable, que necesitaría romper esa linealidad emocional e incapacidad comunicativa para acabar agotándonos.

La puesta en escena es austera, acorde a la realidad de Etero, sin estridencias, con espacios en interiores secos que no emanan ninguna pasión, raquíticos, salvo los bellos exteriores en la naturaleza en algún encuentro con el repartidor. Un trabajo que transmite sobriedad, poco atractivo visualmente para subrayar el estado de ella, la difícil elección que debe afrontar, ante la preocupación por su salud y la inesperada proposición de Murman de futura vida en pareja. Elegir la soledad, la independencia buscada, seguir soportando el peso y presión del entorno sin que deje huella; compartir espacio en un último baile. Elementos que no terminan de cuajar en esta película con simbolismos enfatizados y demasiado evidentes alrededor de las moras –el nombre de ella muy parecido a “eterio”, la fortaleza y resistencia del arbusto, el color morado, el ser la más tardía en florecer– que no parecen fundamentales para el desarrollo de la historia.

Este relato, aspirante a un Kaurismaki descafeinado, vira hacia la dirección que muchas películas con raigambre feminista están adoptando en los últimos tiempos. Una mirada que busca el crecimiento femenino en solitario, sin necesidad del otro para hacerlo; hecho plausible, pero que termina por orillar e invisibilizar al género masculino, al considerarlo un estorbo en su evolución personal hasta casi demonizarlo, acentuando el individualismo sobre cualquier forma de relación. No es el caso estrictamente de esta película, pero el personaje masculino me ha parecido de lo más salvable, tan distinto a aquellos con los que se relacionó siempre Etero. Alguien sensible, dialogante que, sin embargo, termina siendo expulsado de su ámbito personal. Personaje que también se arriesga, con problemas económicos, necesitado de un cambio y de hacerlo junto a ella demandando algo que no la hará renunciar a nada, porque Etero no tenía casi nada a que agarrarse. Paradójicamente, su última decisión finaliza de nuevo en una situación extemporánea, cruda, en la que es lanzada casi al abismo con un final abierto por la dificultad de su culminación en el que ahora sí, el rictus desesperado, desorientado y gélido de la protagonista adquiere una forma con contornos definidos por cómo afrontar la circunstancia más arriesgada, amarga y clave de su vida.


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