NANA (2023). Castro Lorenzo.

NANA (2023). Castro Lorenzo.


ENLACE AL TEXTO EN LA REVISTA CULTURAL DIGITAL AMANECE METRÓPOLIS












Abrir este documental con la voz quebrada y la presencia contundente de José de los Camarones enmarcada en negro resulta a todas luces un caballo ganador. El cantaor surge en un espacio rural yermo en blanco y negro provisto de una puesta en escena atrayente, con diversas escaleras por las que se encarama mayestático para cantar a los cuatro vientos una nana flamenca. “No tengas miedo, chaborrillo mío, tu papa te canta una nana, corazoncito mío…” resuena a través del torrente desgarrado de José Galán constituyendo un preludio con fuerza que expresa la intención del director de acercarse a los miedos personales de varios creadores (fotógrafos y directores), a la incertidumbre en la creación, apelando a su confianza para desarrollar qué significa enfrentarse a una nueva obra. Un temor que para castro Lorenzo representa un nexo con su yo más íntimo y la niñez, aquel que remite a su pasado, conectando con familiares suyos que significan la protección y que aparecen en el metraje.

Desde el inicio veremos un formato enmarcado en negro o blanco manifestando y subrayando claramente la filiación del cine y la fotografía. Lorenzo proviene de ella –incluyéndola como pilar importante en su primer cortometraje “Mirada al caos” (2018)– dando el paso para dirigir su primer largometraje, donde varios de los entrevistados son fotógrafos, enfatizando su relevancia en este trabajo. La fotografía, hermana mayor del cine, acreedora de la verdad, provocó posteriormente la voluntad de reflejar aún más la realidad con el movimiento que aportó el cine, siendo lenguajes complementarios que se alimentan en las dos direcciones. En este documental se habla mucho, pero también se ven muchos trabajos fotográficos a los que rinde tributo (destacable y de actualidad reflejar el fallecimiento del importante fotógrafo Ramón Masats el pasado cuatro de marzo, el cual también realizaría documentales) encuadrando como tales a todos los artistas con un primerísimo primer plano buscando así la intimidad del entrevistado mediante una apertura emocional y profesional, consiguiendo una fusión de las dos expresiones artísticas. Quizá me resulta el permanente e idéntico encuadre de los fotógrafos y directores una estructura algo hermética y rígida y se agradece la oxigenación y el viaje por esos planos de cine que se intercalan tanto de sus lugares de trabajo, como los excelentes extractos en la Bahía de Cádiz de un corto de Isaki Lacuesta, el sugerente juego de una sombra que aparece y desaparece en una tumba, el deambular tranquilo de Gonzalo García-Pelayo por un cementerio o el rayo de sol en la figura a contraluz de la abuela del director.

Esos trocitos de cine entre las entrevistas, el lenguaje que se deriva de las fotografías equilibran los espacios más estáticos de las reflexiones. Reflexiones, por otro lado, bien ligadas de unos a otros que recorren caminos que van desde cómo el miedo se refleja en sus obras, qué clase de temor personal le desestabiliza a cada uno, el compromiso de su arte, éste como “arma”, la responsabilidad como creadores; el legado, la muerte, la trascendencia de la obra, el amor, autoexigencia, necesidad de perfección, desgaste profesional, miedo al estreno y las críticas profesionales y del público. El ego como vanidad y como último refugio para sacar fuerzas y seguir en lo que crees. El primer interrogante se va abriendo en múltiples vías que dispersan un poco la unidad del conjunto, pero evidencian el clima de seguridad e intimidad creados entre el director-entrevistador y sus compañeros, el cual propicia el diálogo sobre cine y fotografía, descubriéndonos personas sensibles, algo vulnerables y emprendedoras.

Destacar frases como las de la directora Alba Sotorra, que se ve reflejada en sus personajes femeninos, fuertes, luchadores, pero que también caen en la fragilidad. Ana Palacios (fotógrafa) habla sobre la responsabilidad al contar historias a través de sus fotografías, que puedan servir a alguien. Otra fotógrafa, Isabel Muñoz, nos relata los miedos antes de afrontar una nueva creación que no se acaban, la incertidumbre de saber transmitir al “otro”, generando inseguridad. También Castro Prieto (fotógrafo) ve la muerte, muy presente en su obra, como una exorcización, una catarsis sobre lo ineludible para poder afrontarla; el retratista social, Juan Manuel Díaz Burgos, considera la fotografía un arma, una contestación al mundo, así como sanadora y medio para evitar horrores del pasado. El director Isaki Lacuesta apuesta por lo fantasmagórico del paso del tiempo, de retratar vida y emoción paradójicamente. Nos habla de su afán de perfección y control como un lastre que deja huellas físicas en los cineastas.

El polifacético Gonzalo García-Pelayo (el mayor de los entrevistados) precisamente es el que menos quiere pensar en su legado, porque “es poner delante la palabra muerte y lo que no pienso, no existe”. Contrasta verle con unos ojos tan despiertos en ese plano tan próximo y verle deambular entre unas lápidas. Y Alauda Ruiz de Azúa también enfatiza la autoexigencia como creadora y que puede pasar factura, así como que el oficio de cineasta se construye sobre la incertidumbre, lo que va surgiendo, siendo un trabajo nada rutinario. Interesante escuchar las conversaciones de estos narradores visuales y localizaciones en distintos puntos de la geografía española rodados durante tres años que se diseminan según la personalidad, pero con sinergias entre ellos, en las que convergen todos acerca del proceso creativo, sus inseguridades, trascendencia y necesidad de seguir sumando nuevos proyectos. Incluido también Castro Lorenzo, que se enfrenta también a sus propios temores como creador en esta industria española y que ha conseguido por ahora estar en los Festivales de Sevilla (Panorama andaluz), calificado como “joya oculta” y el de Málaga el reciente dos de marzo (Sección oficial de Documentales fuera de concurso).

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