LA CHIMERA (2023), de Alice Rohrwacher

LA CHIMERA (2023), de Alice Rohrwacher


ENLACE AL TEXTO EN LA REVISTA CULTURAL AMANECE METRÓPOLIS
























Alice Rohrwacher se consolida en su último trabajo como la continuadora del mejor cine italiano de antaño –el neorrealismo que surgió con urgencia después de la II GM por razones históricas y trasunto de la amarga realidad social–, con la singularidad de aportar una pátina de realismo mágico que no ahoga tanto, pero sí se establece como la depositaria de un renovado cine del pueblo, de los desheredados, de la calle; de un cine sociopolítico vestido con su bella forma poética y fabuladora generando biotopos humanos pintorescos que conforman ya un estilo propio en la directora. En esta ocasión firma una reivindicación de la memoria de su país, Italia, donde expoliar lo identitario se convirtió en algo muy común en países con grandes civilizaciones a sus espaldas. Y lo realiza a través de una historia con forma de cuento y mito de manera más sutil (aunque en esencia lo es), que la anterior, Lazzaro felice, y soterrada, nunca mejor dicho, la cual se desliza entre dos mundos que se dan la mano. El de los vivos y los muertos, la tradición y modernidad, la humildad y la ambición.

Historia de perdedores, busca tesoros sin glamour en el pueblo de Riparbella, asomado al Mar Tirreno que ha claudicado en los ochenta ante una implacable industrialización. Tombalori rurales, aventureros de la indigencia que anhelan salir de las ruinas, aunque sea saqueando sin respeto su pasado, sin producirles fascinación los deslumbrantes hallazgos etruscos que se encuentran con sólo arañar la tierra toscana que atraviesan. Profanadores de tumbas que irrumpen en espacios sagrados para unos, buscavidas y pobres diablos para otros, que conforman el primer eslabón de un potente entramado en torno al tráfico ilegal de arte al que nutren vendiéndolo a cifras obscenas en subastas con certificado de autenticidad que los respalde. Un tema que la directora había escuchado desde su infancia y que le provocaba una mezcla de interés y misterio por aquellas noticias que eran habituales en cuanto a tesoros, fantasmas y personas que se enriquecían con esos hallazgos fortuitos, deliberados u organizados y que dejaban maltrecha toda una cultura remota por la insuficiente protección gubernamental.

Pero también Rohrwacher retrata la decadencia de una época por medio de un personaje femenino ya anciano que malvive y se aferra a su casa-palacio en ese promontorio rural en la campiña de la Toscana que se quiebra entre grietas, goteras y melancolía por un pasado perdido. Señora con dignidad que habita espacios de la memoria con esplendor pretérito algo oscuros y angostos al que sus hijas dejan al cuidado de una chica inmigrante, llamada Italia. Aristócrata que tiene relación casi familiar con el protagonista, un arqueólogo inglés algo antipático e hierático que, recién salido de la cárcel caerá de nuevo en el tráfico de ajuares mortuorios y obras de arte. Dotado con la cualidad de captar los espacios huecos bajo tierra repletos de hallazgos arqueológicos en esas necrópolis, llega como un medium zahorí con su vara de madera, provocando situaciones que rozan lo fantástico y que la directora acompaña con movimientos circulares de cámara atípicos que le colocan invertido. Visión que conecta los dos mundos, el de los vivos y el de los de abajo cuando son profanados como las visiones tan peculiares de ciertos árboles que Italia percibe como piernas que asoman de la tierra, como el "colgado" de las cartas del tarot del cartel italiano.

En realidad, se lee como una metáfora de un país que se desmoronaba en los ochenta, con cambios socio-políticos, que irrumpe abruptamente en sus orígenes sin valorar su esencia, su cultura identitaria y sin perspectiva de futuro. Atravesado por resonancias de la miseria de Pasolini –en cierta forma los desarrapados recuerdan a los de “Accattone”, aunque sin tanta aspereza–, pero también por la alegría de Fellini en las calles, musicalizando sus momentos con canciones y fiestas populares donde los personajes no son juzgados por su conducta, sino que la directora los humaniza, los presenta ignorantes, simpáticos y más bien presos de un contexto propicio al delito impune. Podría leerse también como una vuelta al cine anterior, reinventando y rescatando el “sabor” de la textura analógica, su especial formato y granulado, más que como nostalgia, como impulso para seguir creando nuevas formas expresivas en este cine contemporáneo. Y qué mejor tributo que la aparición algo escasa, pero importante, de la hija de uno de los grandes directores italianos como es Rossellini, Isabella, que simboliza el declive, el tesón por el respeto a lo antiguo, que aprecia más a su antiguo yerno que a sus numerosas y desligadas hijas, que quieren llevarla a una residencia. Cuya criada portuguesa, descrita con vitalidad, ganas de sumergirse en la cultura italiana, frescura y espontaneidad, empeñada en enseñar expresiones gestuales típicas italianas al inglés, representa la autenticidad y dignidad malviviendo ocupando posteriormente la desvencijada estación de tren del pueblo junto a otras mujeres en una forma de utópica solidaridad y convivencia (episodio recurrente en la directora).

Rohrwacher mezcla lo musical operístico y popular de forma eficaz, abriendo con la fabulosa obertura de "L’Orfeo" de Monteverdi, pasando por muchas piezas, dando protagonismo a “Vorrei spiegarvi, oh Dio”, de Mozart, en momentos claves, para cerrar con Battiato. Nos ofrece momentos de emoción, aunque no tan desbordados como en "Lazzaro felice" o "Le Meraviglie"; habla a través de juegos narrativos visuales y singulares; nos deleita con espacios nostálgicos con esos frescos resquebrajados y desconchados o los cargados de historia ancestral que pierden su esplendor acariciando de nuevo lo fantástico al ser quebrantados junto a esa enorme estatua descubierta (un momento con fuerza en la película, muy bello, pero que no cae en sentimentalismos). Y capta a la perfección paisajes irreconciliables como los industriales que conviven con los atávicos en un mismo espacio.

Vuelve como en sus anteriores películas a su gusto por los mitos, lo coral, personas excéntricas, pero entrañables, espacios misteriosos cargados de intensidad, vitalidad entre el infortunio y añade un elemento más intimista: la pesadumbre del protagonista por la pérdida del amor convirtiéndolo casi en un muerto en vida. Un mercenario de la arqueología desprovisto de pasión, desaliñado, sucio, imposibilitado para ser amado, aunque diferente a sus secuaces, con un toque singular y su gran estatura. Que malvive apartado en una chabola en la periferia de la muralla del pueblo colocándolo la directora en otra posición moral; persiguiendo su ambición constantemente insatisfecha, intentando ver la cara de Beniamina (la actriz de “Corpo celeste”) en cada hallazgo entrelazando traumas y presente, sumido en ensoñaciones, con ese reiterado hilo rojo que le conduce a su quimera, el que une dos mundos en la escena final. Cada cual busca la suya, unos en la dignidad, otros en la supervivencia, otros en la ambición como la organización “Spartaco” (Alba Rohrwacher en un poderoso rol) bajo una maquinaria imposible de parar.

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