DIARIO TAMIL (2022), de Gonzalo García-Pelayo.


DIARIO TAMIL (2022). Gonzalo García-Pelayo.

Muy satisfactorio asistir a esta salvaje incontinencia laboral durante este 2022 del infatigable director que se vio sumergido en treinta largos años de silencio y limbo cinematográfico por distintas razones, pero que, fruto de una revisión y reivindicación de su obra anterior por parte de jóvenes críticos, se lanzó hace muy pocos años a reanudar su faceta de director, que es lo que siempre deseó ser. En 2022, pisó el acelerador para compensar con creces una forma de expresión por medio de la imagen quebrada por el infortunio y que pedía a gritos proyectarse. Aunque durante esos años se dedicó a la música y otros menesteres, el dinero acumulado con el tiempo y sus viajes engendraron la idea de viajar a esos lugares que amó y que pretendía fundir con su emocional visión del cine.



García-Pelayo abre todas sus películas de este novelesco y soñador proyecto con unas introducciones extraordinarias, sin título; una imagen “a pelo” que te interpela per se y te avisa de su poder de persuasión. Si en la excelente “Alma quebrada” la cantante Selina nos “narcotizaba” con la hondura y el ahogo de su voz rota o en “Ainur” los planos nocturnos de Nursultán en Kazajistán, con enormes y poderosos rascacielos nos asombran por lo ingente de su irreal arquitectura, en “Diario Tamil”, el director se presenta con el trino de los pájaros sentado relajado escuchando música de la India con unos auriculares dejando claro que nos va a ofrecer su impronta y que especialmente en esta sexta de 10+1 desea aparecer por considerarla muy especial.


Un cine el de García-Pelayo con ejes vertebradores reconocibles a pesar de la diferencia temática de muchas de ellas. Meridianos que circundan y hacen girar este vital universo como la expresión musical, la emoción, la poesía, el amor libre, la naturaleza, la pasión y sobre todo la veneración por la mujer, derramándose en un tipo de cine que explora la felicidad y clama urgentemente un apego y celebración hacia la vida brutal.
Este señor del Renacimiento transita por vericuetos de la contracultura –en la que dice encontrarse realmente a gusto–, orquesta un cine “endogámico” en el sentido positivo de hallarse y repetir con gente muy próxima y de confianza en lo que advierto que los rodajes y postproducción han de ser toda una grata e íntima experiencia que trasciende lo profesional.


Y centrándonos ya en esta película, más que destacable es su cromatismo y expresión paisajística, entroncando con “Le fleuve” de Jean Renoir en lo que a espectáculo visual y cultural de ese país se refiere y a las cálidas relaciones que allí se generan, así como su crecimiento personal en un lugar repleto de magia ancestral. Aunque, por la época que estamos tantos años después podríamos decir que en su forma narrativa y acercamiento al documental, García-Pelayo podría revelarse como un sucesor de Jean Rouch, con una revisión del cinéma verité llevado a su terreno y que, en vez de hacer un estudio etnográfico de África como lo hizo el francés, se traslada a la India y Sri Lanka, sin detenerse a estudiar solo la idiosincrasia y cultura autóctona, sino aportando y provocando una fusión y miscelánea con personas foráneas que nos trasladan con sus diálogos su progresivo estado de sugestión.




Muy posiblemente Gonzalo nos regale varios de los mejores planos de la naturaleza que he visto en el cine y lo digo porque los destellos, colores y texturas cuasi irreales que emite la solitaria roca sagrada Sigiriya de Sri Lanka en un alarde fotográfico sin igual, superan la perfección. Es tal lo pictórico de esa escena que tuve que pausar la película y fijarme si esos planos en profundidad con los tres personajes caminando hacia ella no era un decorado que me remitía a la exquisitez y laboriosidad de la película “Black Narcissus”, de Powell y Pressburger, cuando en el cine se cuidaba hasta el mínimo detalle, si no había posibilidad de rodar in situ y los estudios trataban de emular lugares ensoñadores con un pincel divino.


No, ese inconcebible lugar existe y es el preámbulo al viaje exterior e interior de los tres protagonistas y que se presenta como un muro inexpugnable a escalar por imposibles escaleras por las que van rindiéndose progresivamente y al que consigue llegar triunfante una de ellas, alzándose desde arriba al mundo y contemplando en deslumbrantes planos subjetivos unas sensuales pinturas femeninas en la roca como premio a la perseverancia.
Después nos introducimos en el interior de un gigantesco y milenario Ficus al que se puede acceder entre sus raíces aéreas hechas tronco que simbolizan el espiritual y atrapante biotopo del país del que jamás podrá desprenderse el trío en su viaje de vuelta. Un imaginario y energía sin igual que el director plasma en otro momento a través de un hipnótico caleidoscopio que comienza en ese mágico árbol acompañado de la música envolvente de la India.


Constantes subrayados se suceden durante el metraje mediante frases que enfatizan una imagen o resumen el sentir de Zoé, Darío y Asia y que le otorgan una narrativa especial e informal –no pude evitar recordar la ópera prima de Koberidze en la que podemos observar insertos gráficos muy parecidos– muy fresca, de cine espontáneo y nada recargado, sino que inhala e insufla vibrante vitalidad en una suerte de docuficción deliciosa. Transiciones con colores muy fuertes y vistosos de cada día de ese diario que nos transportan a esas telas de seda tan cromáticas y brillantes que se prueban las dos chicas y que tienen el color de la naturaleza del país.


Si “L’avventura” de Antonioni atrapó a García-Pelayo por esa conjunción metafórica de paisaje rocoso y el vacío de los personajes, en “Diario Tamil”, es precisamente lo contrario; la espesura de la vegetación, el colorido de las flores y las sedas, el agua, los templos tallados en la roca y el contraste del rojo de las ropas en la piel oscura de las mujeres simbolizan la fuerza de un lugar tan desconocido como interesante para Occidente, tan diferente en su forma de conocimiento, más intuitivo y cercano a lo místico y terrenal. Un medio y arquitectura tan distintos que embauca a todo el que osa acercarse, sacudiendo su existencia tal como expresaba brillantemente Rossellini en su cine. Para Gonzalo, la relación cálida entre actores y enclaves es fundamental y así podemos apreciarlo en esta filmografía. Tanto como, por su pasión por las matemáticas, los números que enfatiza de forma gráfica como el mágico “108” mientras habla Asia, tienen un especial protagonismo.



Y si a este vibrante medio le añade el director un capítulo importante como es la música armónica y circundante del país, el resultado roza la perfección. “Todo es música en la India”, comenta Zoé (Selina del Río), mientras nos hablan de los tempos atípicos y difíciles de allí, sus giros y dibujos musicales en un estilo sin igual, con vibraciones atávicas; cantos de meditación que necesitan una afinación extraordinaria y con los que se va a atrever Selina, cantante todoterreno que pretende fusionarse cantando un mantra en mitad de la calle, con su exotismo de pelo rubio y ojos azules que impresionan a los ciudadanos. Y lo consigue.
Momento urbano de especial magia que contagia a los allí presentes y a los espectadores y que se repite al final de la película en la playa sublimado por la emoción de la cantante que ríe y derrama alguna lágrima entre la multitud a la que tiene que esquivar seguida por la cámara como si fuera una de ellos. Mantra con resonancias ancestrales que siguen repitiendo su eco una vez finalizada la película.




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