PAISAXES DA CAPELADA (2017). Alberto Lobelle.



PAISAXES DA CAPELADA (2017). Alberto Lobelle.

(Paso este texto del año pasado a mi blog con motivo del recuerdo en redes por parte del director al premio a la mejor fotografía en el DOCUMENTA Madrid hace seis años).

Este estupendo documental de Alberto Lobelle ha llegado tarde lamentablemente para mí. Cuando hace dos años escribí sobre “El bosque en cine” ( y partes), me hubiera encantado dedicarle un espacio importante en él, pero la tarea de descubrir nunca se acaba afortunadamente; aunque me queda el sabor agridulce de no haberlo podido incluir en su momento, es una oportunidad para dedicarle un texto en exclusiva por el hallazgo realizado.

El director abre y cierra de la misma forma su trabajo, lo que podríamos considerar un prólogo, precedido de un bello y desconcertante poema, y un epílogo, que cierra un círculo, los cuales me atrevo a interpretar a continuación. En apariencia es un documental reducido al mínimo voluntariamente, despojado aparentemente de narración, pero no es así. En palabras del director: “mi propuesta era hacer algo muy minimalista a nivel visual para precisamente intentar llegar a profundizar”. Algo aparentemente paradójico, pero que él tiene muy claro y se apoya en palabras de uno de sus directores favoritos, Robert Bresson, que expresaba algo así: “Mi facultad de aprovechar los recursos disminuye cuando su número aumenta”. Y tal cual es; para contarnos algo profundo e interesante, no es siempre necesario acudir a demasiados estímulos o numerosos recursos narrativos cinematográficos; basta con alojarse en los básicos, pero fundamentales.


Esta película “no es apta para todos los públicos”, y lo digo como un halago, porque en esta era de rapidez, de consumo inmediato audiovisual –porque considero que ahora se consume, se engulle, no se saborea con calma el deleite de mirar–, de propuestas vertiginosas de corta e insultante duración, no tiene cabida. Su objetivo es muy distinto, es un cine que me ha recordado al estructuralista de James Benning, al que conocí por un trabajo sobre las nubes en un curso y del que vi posteriormente alguno más sobre lagos y la defensa de la naturaleza. Un cine con una relación espaciotemporal muy interesante. También observé conexión con la película “Taming the garden” de la georgiana Salomé Jashi, que vi hace unas semanas, en las que existe una reflexión parecida. Cines contemplativos, de observación, muy pausados, instalados en planos fijos en los que supuestamente no ocurre nada, pero ocurre.


Así es Paisaxes da Capelada, una sucesión de sugerentes imágenes estáticas dilatadas, suaves algunas, otras más “violentas” (por la intromisión), pero todas con un tempo real, separadas por transiciones lentas en negro para no alterar esa esencia que le caracteriza y unidas por un fino hilo narrativo. Comienza con un cielo estrellado, sin contaminación lumínica, con nitidez –hasta se aprecia si te concentras bien, cómo titila alguna estrella– y sonido nocturno, en el que reconoces alguna constelación por ese afán de interpretar del ser humano y dar explicación mitológica a todo lo que nos rodea. En especial al Universo. Algo tan incomprensible e inalcanzable, que en realidad nos tendría que hacer reflexionar que nuestro hogar, la Tierra, no nos pertenece, sino que es un elemento más de lo infinito, de algo que se escapa a nuestro a entendimiento porque se pierde en lo más remoto.



Eso aprecio en este trabajo, una defensa de nuestro planeta –“personificado” en esos paisajes gallegos majestuosos y arcaicos– de esos espacios naturales marítimos, montañosos y vegetales que han tardado millones de años en formarse, plegarse, erosionarse, fracturarse, evolucionar o extinguirse las especies.
Una transformación lentísima, inexorable, tan imperceptible con la concepción del tiempo que poseemos, que aturde y nos coloca en nuestro sitio. El ser humano es en realidad un recién llegado si pensamos en la formación de nuestro planeta y prácticamente insignificante, si pensamos a gran escala.


Por ello es un goce ver este documental, la sensación de cuando hacemos una ruta a la montaña, subimos un pico y nos sentamos a contemplar. Simplemente eso, deleitarnos con lo que nos enseña Alberto, el “sonido” del silencio, las olas que rompen en los acantilados, encontrar lo atractivo en una gran nube que cubre una sierra lentamente, un minúsculo pájaro que sube por un tronco antes de echar a volar; unos montículos de granito negro, roca que ha tardado millones años en crearse y aflorar; unos caballos gallegos (raza autóctona milenaria, de la que existen representaciones rupestres) que pastan parsimoniosamente en uno de los planos más bellos del documental, entre nieblas e imponentes pinos que le confieren una especial magia con resonancias de fina lluvia que parece palparse. O aquel bosque que simula rezumar agua del suelo en planos que remiten a Tarkovski.




Nos enseña también personas que recogen setas y labran pequeños trozos de tierra en lo que parece ser una relación sostenible con la naturaleza, pero hallamos un momento de ruptura cuando el director rueda la transformación rápida y vulneración de esos espacios legitimadas por el progreso, con un aprovechamiento de los recursos naturales (madera, canteras) descompensados, por la tecnología que llega para la utilización de energías como la eólica, con unos ingentes molinos que vemos construirse pieza a pieza entre brumas y extrañeza de película distópica. Y lo que acarrea de asfaltado de un camino para que esos enormes camiones trasladen ese material. Un paisaje cambiado, eliminado, quebrantado porque tiene que abastecer a una población que no para de crecer.




El expresivo plano del pino tumbado y muerto con las ramas retorcidas, el hórreo abandonado, simbolizan para mí el sentir del documental, una progresiva desaparición de lo ancestral, de las economías tradicionales, que amenaza y avisa de lo que puede ocurrir por esta prepotente o “imprescindible” invasión del desarrollo, qué dilema. Imágenes con tantos ecos de lo atávico, que también me transportan con ese árbol aliquebrado a Elem Klímov en su película “Adiós a Matiora”, que denuncia el progreso en detrimento de lo esencial.
En definitiva, un gran pensamiento que termina como empezó, dirigiendo la mirada a lo infinito, al cielo nocturno, lo incalculable, lo que perdurará y sigue generándose…



A destacar la excelente fotografía, por la que se llevó un premio en el Festival internacional Documenta Madrid, con un tono constante grisáceo, con un mar y cielos plúmbeos, pero muy logrado y bello en la melancolía en que está embebido. Realizado en varios años, con idéntica paciencia que esos momentos que nos regala Alberto y en los que él mismo es testigo a tiempo real de la progresiva transformación de la sierra y que le inquieta. Desconozco si en algunos momentos él dejaba la cámara sola y se iba para no alterar el medio y luego acudía para sorprenderse en casa de lo rodado para escoger concienzudamente y con mimo lo que más se ajustaba a su pretensión, creando planos que, al ser tan expandidos, en realidad parece que te miran a ti y te interpelan poderosamente.
Creo que los gallegos tienen una mirada especial hacia la naturaleza, o así lo aprecio por las películas que he visto de realizadores nacidos allí.


Copio el poema que abre el documental, que cobra mucho sentido, en gallego y traducido:

Enviso son pra min mesmo
un niño infindo do que nada cai fora.
Eilí ven do xeito máis lene
unha cousa queda lonxe e perta
na que todo está e nada se nombra.

Uxío Novoneyra,Os Eidos”.

(Veo sólo para mí mismo
un nido infinito en el que nada cae fuera.
Allí viene de la forma más suave una cosa quieta lejana y cercana
en la que todo está y nada se nombra).



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