EL AÑO DE LAS 10+1 PELÍCULAS (2023), de Carlos Escolano.


EL AÑO DE LAS 10+1 PELÍCULAS (2023). Carlos Escolano.

Condensar en una película de hora y veinte este quijotesco proyecto de Gonzalo García-Pelayo del que tanto se ha hablado en 2022, es prácticamente imposible. Pero este making-of sabe recoger la esencia del mismo y resume a su vez todos los realizados de cada una de las películas aportando, si cabe, más frescura y vida de la que ya brotaba en ellas. Si el cine de García-Pelayo rebosa vitalidad, persigue llegar a lo verdadero, respira erotismo, sexo, música, emoción, adoración por las mujeres y la constante celebración de existir, este concentrado de Escolano se recita como una sinalefa que está íntimamente pegada y fundida a la forma de entender el cine de García -Pelayo.


Es un trabajo vivo, desenfadado que, en palabras de su director, “intenta captar la mayor cantidad de vida en un rodaje” (…), aunque el resultado es la cristalización de una parte muy pequeña de lo que se produce en el proceso de rodar”. Grabado durante el proceso, en los tiempos muertos, de descanso y desplazamientos, este trabajo supera con creces los habituales making-of de menor duración que se presentan como material adicional en los DVD, revelándose con una entidad propia deliciosa. Dar forma a un material de tantísimas horas implica tener muy clara la hoja de ruta y la piedra angular, sin lugar a dudas, es Gonzalo.


Presentado charlando tranquilamente en un sillón –con Jeri Iglesias al lado escuchando atentamente, aunque de forma discreta–, nos va regalando desde el inicio frases contundentes, propias del que tiene las ideas muy claras acerca de la situación del cine actual, de los festivales y del cine español. Momento en el que es sabedor de que está en su casa, gesticula, se siente seguro y sin pelos en la lengua. Consciente de que dentro de sus películas se están gestando otras que funcionan como una intrahistoria en la que el hilo narrativo es su forma de verbalizar y entender el cine. 


Persona que se convierte en personaje cuando habla del futuro en el presente, en la repercusión o no de su proyecto, cuando pasea, cuando derrocha carácter y genio para conseguir lo que pretende en cada escena; cuando es capaz de esperar pacientemente dieciséis minutos de plano secuencia a que Selina del Río –a la nunca vemos, pero sí escuchamos a lo lejos– encuentre el tono adecuado después de muchos intentos y finalice con satisfacción en el rostro y le comente al director de fotografía: “lo hemos conseguido”.


Un cine autoconsciente, metacine al cuadrado porque ya el de Gonzalo lo es de por sí. Entre los dos nos enseñan las tripas del proceso, nos introducen en la cocina y nos presentan a los artistas en estado puro, fresco y natural con el que sentirnos cercanos. La película está plagada de frases muy interesantes en esos momentos de charla informal en un coche con Selina del Río que ejerce de entrevistadora espontánea, en un banco por el que pasan personas delante, en un programa de radio o en el mismo proceso de rodaje, donde García-Pelayo necesita rodearse de todo el equipo para aunar fuerzas.


Frases dignas de apuntar, que le definen a él y a su singular cine. Aforismos que podrían ser recogidos en un libro como esas “Notas sobre el cinematógrafo” de Robert Bresson, aunque quizá por el insistente clamor que escuchamos varias veces de Gonzalo sobre que hay que ejercer la autocrítica, no le imagino escribiéndolos en papel; pero, por la certeza de creer en ellas a pies juntillas, sí ejercer de Sócrates sevillano que habla dejando un poso que recolectar y traspasar. Aunque generosamente también él recuerda y da importancia a frases de la Chocolata o de su ingenioso hermano Javier, que se subrayan en la película.



La espontaneidad llevada al cine, cine “margivagante” según Escolano, cine de la contracultura; un “anticine” que presume de aspirar a la imperfección, de no necesitar ensayos, de primar la improvisación a la asfixia de un guion, de saber distinguir qué debe permanecer en el montaje final y qué no. De ser capaz de emocionar, de no perseguir una narración convencional, sino a golpe de fogonazos o destellos que agarren. Conseguir la "chicuelina" de lujo que justifique toda una película. De no tomarse tan en serio lo planificado, dejar a un lado la egolatría y si, en el último momento surge algo destacable, introducirlo porque la intuición no se equivoca. 





Cine de intuición, de emoción, que huye de la artificiosidad y lo inamovible, que aprovecha por ejemplo unos audios inesperados de la gran  artista de “Alma quebrada” apasionados y emotivos a raíz del visionado de un premontaje, porque constituye un metalenguaje que no se puede desperdiciar por representar un momento clímax. O aquel momento espontáneo y poéticamente doloroso del cantaor desgastado y demacrado en la puerta de una Iglesia en “Siete Jereles” que vemos también en este making of desde otra perspectiva más cercana.



Rodar y crear cuando se tienen ganas, con pasión. Alcanzar el "orgasmo” siempre en la toma definitiva y poder ofrecer verdad que le sirva de impulso para seguir rodando e ideando hasta los 120 años. Convertirse en cine que respeta al cine clásico (sale Ford en conversaciones), pero antiacadémico. Que respeta a la tradición, pero aspira a dar un salto a la modernidad. Con música como elemento diegético, en este caso con la voz herida y potente de José de los Camarones en momentos vibrantes.



Tener la certeza de haber encontrado en Lucía Seles a su nuevo Rossellini y Godard que le inspire, regenere y le haga volver a empezar una nueva etapa. Querer aferrarse a la existencia, vivir, pero no de cualquier forma; arder en cada proyecto sumando fuerzas de equipo que ejerzan de lupa, no hacer lo que uno no quiere, sino ser libre, anárquico, en definitiva. Dejar muy claro a su equipo que no tiene cabida el que no quiera asumir riesgos, pero también ofrecer cariño y recibirlo del equipo técnico y artístico al final del día y del ingente proyecto pidiendo que no se acabe jamás.

Así es Gonzalo García-Pelayo.






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