LES YEUX CERNÉS (1964), de Robert Hossein.

LES YEUX CERNÉS (1964). Robert Hossein.

Indiqué en su momento hace tres años que encontrarme a Hossein director y guionista fue algo inesperado, pues todos relacionamos su carrera más con la actuación que con la dirección. Vistas a estas alturas sus numerosas películas detrás de la cámara, me refuerzan en considerarlo un gran cineasta, hasta el punto de asegurar que realizó un cine de autor nada desdeñable, con proyectos muy suyos, a menudo basados en novela negra de calidad como la de Frédéric Dard y acompañado por la siempre eficaz banda sonora con alma de Jazz de su padre André Hossein, compositor, que en algunos créditos aparecía como Gosselain.

Robert Hossein (1927-2020)

Pero lo que más resalta de su cine es el aprovechamiento de sus humildes recursos con la máxima eficacia, permitiendo llegar al espectador a través de su habilidad de crear interiores cargados de tensión psicológica, por medio del suspense de sus guiones, relaciones estrechas de sus protagonistas y un manejo de la técnica encomiable. Una puesta en escena distinguible, que saca partido a su reducido espacio de la mejor forma posible, con un uso de la técnica bien planificado, expresivo y elaborado. Ejemplos de esa cuidada factura los tenemos en “Les Scélérats” (1960) (enlace a reseña), o “Les Salauds vont en enfer” (1955), dos de sus mejores películas, así como en “Toi, le venin” (1958), todas con enfrentamientos y tensiones muy próximas insalvables enfatizadas por la colocación de la cámara y elección de casas con estancias muy concretas.

“Les Scélérats” (1960).

“Les Salauds vont en enfer” (1955).

Lo que me cuesta comprender es cómo un director con una obra más que digna no goce de más reconocimiento, al menos en España, donde hay que recurrir a sitios menos transitados para conseguirla, aunque bien me temo que en Francia quizá su valoración no sea tampoco demasiado eufórica, por lo leído en cuanto a las críticas que obtuvo en su tiempo y que no le hicieron despuntar como debía en una etapa de proliferación de Polares muy conocidos y con excelente crítica de directores de referencia en el género. Pero eso no propició que Hossein se echara atrás y siguió rodando hasta atreverse con el mismísimo “Le Vampire de Düsseldorf” en 1965, una de sus mejores películas, si no la mejor, con una factura impecable.

“Le Vampire de Düsseldorf” (1965).

Si bien “Les Yeux cernés” (1964) no es de lo más destacable de su filmografía, en un segundo visionado sí observo aspectos muy reseñables que la colocan como una joyita a descubrir. Con la escritura de la historia original y la participación en el guion de Hossein, aunque éste adolezca de menos fuerza y cierta sencillez, la puesta en escena, el entorno escogido y la tensión de lo visual compensan esa leve deficiencia, convirtiéndose en un producto agradable de ver y bien narrado. El director parecía completamente decidido a probar los recursos visuales más expresivos que conocía, pues advierto en esta película más abundancia, un uso más cuidado y estudiado de lo formal.


El comienzo con ese picado remite a “Mort d’un tueur” rodada el mismo año, donde vemos pasar un ataúd y su sencillo cortejo fúnebre en un gélido y nevado día con un frío ambiente solitario de ese pueblo en las montañas austriacas que contagia desde el minuto uno. Tensión y suspense –a pesar de una trama sin demasiadas capas y fácil de seguir– bien transmitidos por el conocimiento e investigación de un conocido empresario de un aserradero que da trabajo al pueblo y que no gozaba de prestigio. Su mujer Florence (Michèle Morgan, que ya trabajó con él en “Les Scélérats”) acude al entierro en pleno proceso de divorcio y en un clima de intriga en el que cualquiera puede ser el asesino.



Su clase, frialdad y un punto de altivez contrastan con los habitantes del único albergue donde se alojará regentado por un matrimonio cuya hija Klara (Marie-France Pisier) es la pareja de Franz (Robert Hossein), capataz del dueño del aserradero asesinado.
Todos los personajes están dotados de cierta ambigüedad, para despertar en nosotros la intriga de la autoría del crimen, el cual investiga un comisario, quien aporta bien poco a la historia, quedando en un segundo plano. El relato se desarrolla incrementando el suspense con las cartas que recibe Florence pidiéndole dinero a cambio de saber quién asesinó a su marido y que la van sumiendo en un estado de enajenación y nerviosismo.



Si bien la presencia de Michèle Morgan siempre es un plus, su presencia gélida, distinguida y extraña se ven eclipsadas por el trabajo y magnetismo de Marie-France Pisier –que comenzaría en esa joya que es “Antoine et Collette” (1962), de Truffaut–, que protagonizó también las citadas “Mort d’un tueur” y “Le vampire de Dusseldorf”. Su rostro en primer plano, desparpajo, naturalidad, erotismo y sensualidad brillan en escenas desarrolladas a su medida. Momentos eróticos que, si esta película hubiera tenido más repercusión, serían recordados en el cine francés como el de otras actrices muy conocidas.




Aunque el final es un poco precipitado, reitero que la calidad técnica de la película es lo reseñable, con un despliegue más acusado de recursos visuales tales como abundancia de travelling en los interiores fluidos y que aceleran el suspense. Aquellos planos apuntalados enérgicamente por la banda sonora excelente que miran por las puertas, las ventanas, planos subjetivos muy bien logrados que acentúan que sintamos los pensamientos de los protagonistas. Las transiciones con cuerpos que se aproximan a cámara y se alejan, juego de espejos para espiar, como apariciones sorpresivas. Sombras nocturnas juguetonas, brumas del albergue en las frías noches al lado de la laguna que incrementan el misterio. Aunque también la importancia de los exteriores con la cabaña, las montañas y el aserradero está bien reflejada dejando algunos momentos de buena factura plástica como el de Florence a lo lejos debajo de un árbol, o empequeñecida en una toma aérea después de un giro inesperado de guion. Pero quería destacar uno más en profundidad de campo con reminiscencias de Jean Grémillon en “Remorques” (1941), donde el destello de la ventana hace que Michèle Morgan se cargue de un misterio muy bello.
Seguiré, sin duda, buscando sobre este director, del que no estaría mal que se incluyera en alguna plataforma su obra y obtuviera la importancia que se merece al margen de su trabajo como actor.

















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