Abel Gance. Regresar imperiosamente a Napoleón.

Abel Gance. Regresar imperiosamente a Napoleón.


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En estas semanas atrás se está produciendo un fenómeno muy curioso en algunos foros con la llegada a los cines del “Napoleón” de Ridley Scott y la oportuna inclusión en FILMIN de una excelente copia del de Abel Gance. Y es que la cinefilia está acudiendo más que nunca al precedente mudo de 1927. Extraño que en tiempos de olvido de una etapa que se torna injustamente cada vez más lejana, inservible y cubierta de polvo; en una época en que se sucumbe a historias rimbombantes con grandes presupuestos en busca de premios vacíos, con actores muy comerciales que atraigan al público a las salas en tropel, se reivindique la obra magna silente del francés en detrimento de esta última epopeya. Quizá su fragilidad en un fino envoltorio de calidad con interior hueco, destape lo evidente y venga a recordarnos que insistir en incontables revisiones del personaje no sea la mejor de las ideas y que regresar a 1927 constituya un ejercicio de lo más moderno y lúcido. También lo hizo Abel Gance en varias ocasiones. Regresar imperiosamente al militar que le había proporcionado la gloria el día del estreno en el Ópera, aunque también le había desgastado profundamente durante el camino. Varios intentos de versiones que calmaran su ansia de perfección –que recordaran la figura del cine indispensable que fue–, la adaptación a la etapa de transición al sonoro que le tocó vivir y que creyó que era ineludible realizar, así como otras de diferentes facturas y metraje.

Napoleón Bonaparte, aquel personaje histórico tan aclamado y venerado, como despreciado, ha ocupado buena parte de la filmografía mundial desde la virtuosa película de Abel Gance. El militar que salió a la luz durante la Revolución francesa, cuyas campañas bélicas ingentes aún son recordadas, ha provocado un interés exaltado en numerosos directores para poder expandir su gloria y caída en la gran pantalla de un personaje a todas luces atrayente. Son famosos los intentos por crear la versión definitiva o el episodio de su vida más impactante, con desigual aceptación por crítica y público una vez estrenados, pero también son conocidos los fracasos antes incluso de iniciar el rodaje. Stanley Kubrick, otro perfeccionista impenitente, quedó fascinado por el emperador francés, leyendo todo lo que estuvo a su alcance, armando un despliegue ingente de técnicos, profesionales y ejército real de Rumanía como extras para crear la mayor película épica rodada de la historia. Sin embargo, sucumbió ante la amenaza de un personaje tan fuerte como débil de cara a un posible batacazo económico. Un decreciente interés por el cine histórico a finales de los sesenta, unido al sonoro naufragio de “Waterloo” (1970), de Serguéi Bondarchuk, desencadenó que la productora replegara las velas y guardara en un cajón todo lo avanzado en la preproducción, echara la llave para siempre y diera al traste con la obsesión de Kubrick.

Pero volvamos a la obsesión de Abel Gance. Aquel director calificado de forma recurrente como megalómano, en realidad define de forma muy acertada cómo se condujo en su trayectoria cinematográfica buscando denodadamente proyectos a lo grande, de colosal calado, revelando una personalidad inconformista, muy visionaria, que declamaba al cine como arte y al que en varias ocasiones volcó su visión desproporcionada del séptimo arte, sustentada por hallazgos narrativos cada vez más ricos y expresivos que revolucionarían el lenguaje cinematográfico al igual que D.W. Griffith, al que valoraba mucho. En un documental realizado por su ayudante de dirección, Nelly Kaplan, en 1963, “Abel Gance: d’hier et demain” escuchamos en la narración que se reunió con Griffith cuando fue a EEUU a exhibir “J’accuse” (1919) después de su gran éxito en Francia y es interesante cómo reflejaba que no se amilanaba ante la figura de un grande como el estadounidense (al que le gustó mucho la película del francés para regocijo suyo), indicando que los dos a la vez, y sin saberlo, habían buscado fórmulas narrativas más dinámicas, más perfeccionadas, para avanzar de manera veloz en la gramática cinematográfica como los primeros planos o la plataforma rodante, que sería una primitiva Dolly.

Gance se erigió con evidentes razones como una de las figuras más relevantes de la historia del cine, la que más de la etapa silente en Francia –en su haber cuenta con la incombustible y fabulosa triada: “J’accuse” (1919), “La Roue” (1923) o “Napoléon” (1927)–, pues su apuesta constante innovadora, vanguardista y creativa desembocó en numerosos inventos que patentó urgentemente y de los que hablaré con posterioridad. Pionero incansable, quizá corrió demasiado y con él corrió de la mano el cine desprendiéndose de sus balbuceos, superando su estatismo y teatralidad para alcanzar una excelente arquitectura del movimiento. Su afán por pasar a la posteridad (en su diario se comparaba con Shakespeare, Perrault o Dante), por hacer un cine histórico continuando el colosalismo que se inició en Italia con “Cabiria” (1914), de Giovanni Pastrone, para seguir en EEUU con Griffith y su “The Birth of a Nation” (1915) e “Intolerance” (1916) y Cecil B. DeMille, le pasó factura. Pero en su haber estarán de por vida las técnicas empleadas en “La Roue” con esas sobreimpresiones magníficas exponiendo la psique de los protagonistas y montaje con corte tan rápido que se anticipó al característico soviético; el rodaje real en plena I GM en “J’accuse” y las primeras escenas de muertos vivientes de la historia o las innovaciones técnicas o narrativas inusuales en esos años con una cámara “viva” que ya había empleado Murnau, pero que él lleva a cotas inimaginables y de forma tan “salvaje”.

Pero, ¿por qué alguien con tanto talento fue olvidado y apartado de la industria del cine? ¿Por qué estuvo doce años sin trabajar a su regreso de España durante la invasión nazi de Francia? Abel Gance tuvo que tener una personalidad difícil de lidiar con los estudios y productores (en una entrevista habla muy bien de Charles Pathé, que le dejaba libertad absoluta, no así otros) que sufrían del agotamiento en tiempo récord del presupuesto acordado y de la enorme cuantía del proceso de rodaje con grandes decorados, muchos técnicos, extras, vestuario y atrezzo. Sus historias no se contaban de forma sencilla, sino que eran esclavas de una espectacularidad y temática catastrofista o ampulosa que necesitaba gran financiación. Ser recordado eternamente se convertía en algo urgente y obligado. Ya en sus inicios demostró un interés por temas diferentes como la ciencia-ficción y la repercusión nefasta sobre la sociedad de científicos locos, una en clave de comedia (La Folie du docteur Tube, 1915) y otra con tintes más serios como en “Les Gaz mortels” un año después. Con “Napoléon” se desbordó todo: “Busqué todos los medios para romper la pantalla”, decía en su diario. Luchaba por crear una obra de arte que fuera incandescente, sin precedentes, única y personal que le encumbrara a un lugar al que sólo creía estar destinado él.

Escuchamos en otro documental de 1984 de Nelly Kaplan “Abel Gance et son Napoléon”, con una voz dulce, pero muy convincente, dirigirse a sus técnicos de esta forma: “Es necesario que esta película nos permita entrar definitivamente en el templo de las artes por la puerta gigantesca de la historia”. Les habla como un político, les demanda una gran dedicación porque intuye y sabe que el producto que tiene entre manos es muy potente. “Todas las pantallas del mundo os esperan”. Está convencido de su éxito y así lo escribe en su cuaderno de bitácora que va creciendo entre logros, decepciones, accidentes, enfermedades, autoconsejos un tanto prepotentes y mucha emoción. Argumenta que necesita una obra que provoque que el espectador se implique, se incorpore al drama, sufra y luche. Que exista una sugestión frente a la pantalla con “Napoléon” que se vuelva colectiva. Frases muy elocuentes sobre su forma de entender y teorizar sobre el cine que aportan una dimensión enorme tales como también “El cine se convierte en arte de un alquimista del que podemos hacer esperar la trasmutación de todas las demás si sabemos tocar el corazón: ese metrónomo del cine” o “Hay dos clases de música: la del sonido y la de la luz, que no es otra cosa que el cine”.

No sabía hacer cine pequeño, íntimo; ardía en proyectos que se le volvían en su contra, que le superaban, que provocaban tropiezos con los inversores. Sin embargo Jean Epstein dijo de él: “Gance siempre quiere más de lo que puede, pero siempre puede todo lo que quiere”. Como un ostinato musical, su carácter e ilusión no mermaban a pesar de alguna crisis nerviosa por agotamiento en el rodaje o días sin dormir en el montaje. Y si había que contar que el mundo se acababa era él la única persona capaz de realizarlo y salvarlo en “La Fin du monde” (1931), aunque cayera en una inocente y ridícula historia que, siempre visionario, merece la pena por su gran técnica en la Torre Eiffel con planos que llegaban más allá que René Clair o Duvivier y el cataclismo del epílogo. Añadido a una fase final apocalíptica que tanto influiría en este tipo de cine catastrofista, siendo su primera película sonora y la del cine francés donde utilizaría un sistema de sonido muy avanzado.

Al director la llegada del cine sonoro no le vino bien como a otros, tales como Duvivier, Renoir, Wyler, Ford, Walsh, Borzage o Vidor… Ahí terminó su fase resplandeciente. 1927 fue el último año en que sus recursos creativos se expresaron en toda su dimensión. La rigidez inicial del sonido, los cambios, la falta de credibilidad, la incertidumbre de una etapa desconocida lo desestabilizaron a pesar de que seguía ideando sistemas sonoros innovadores (recibió un premio en 1938 por su trabajo) que patentó como la perspectiva de sonido, base de la estereofonía, la Polivisión o un sistema de decorados que abarataba los costes con simples recortes o postales que añadía sobre el plano sin que se notase en absoluto. No, Gance se agotó en los años treinta, su llama creativa se iba apagando por más que se embarcaba en nuevos proyectos cada vez más difíciles de financiar por su fama de megalómano y derrochador. Una biografía sobre Cristóbal Colón y el torero Manolete quedarán siempre en el limbo cinematográfico de lo que pudo haber sido y no fue.

Por ello, quería buscar la gloria de nuevo, regresar imperiosamente a su Napoleón. Añadirle la voz (no hubo problema pues ya, con sabia intuición, rodó con diálogos exactos en el guion), hacer versiones más cortas, con trípticos, sin ellos, desnaturalizándolo. Acudir en 1934, 1955, 1970… No, ya pasó su momento; “Napoléon” se quedó en un sueño silente, no resucitaría por más que lo intentó, por más que se fue a Yugoslavia a rodar otra llamada “Austerlitz” (1960). Esta situación me recuerda a las numerosas versiones que se hicieron de “L’Atalante”, de Jean Vigo, que, como falleció antes del montaje, nunca sabremos cuál era la que ideó su mente. ¿Cuántos “Napoléon” caben en una película? Un proyecto de nueve horas en su inicio, de 37 bobinas y eso que nunca pudo culminarse con los seis episodios que pretendía en su origen y que se quedó en la campaña de Italia. “Si tuviera que nacer de nuevo, no haría cine”. Sigue haciendo cine con piloto automático, parece que sin alma: “non pour vivre, mais pour ne pas mourir”. Deprimido, enfadado con el mundo, retocaba su obra de arte por sentirse incomprendido. Su criatura debía volver a sorprender y nos “castigó” en un arrebato quemando dos de las tres partes de esos trípticos fulgurantes. La rearmó sin munición.

Pero quedémonos con el triunfo de una de las mejores obras del cine universal, recordada por lo que vemos, más que por su agridulce devenir. “Escuchemos” la magia de su luz, deleitémonos con la grandiosidad de sus sobreimpresiones a las que él denominaba paroxísticas, confeccionadas con dieciséis imágenes a pesar de que se verían cinco como mucho, pero donde las restantes aportarían su potencial. Excesos que él necesitaba tener, porque era su forma de concebir el séptimo arte. Soñemos con su alquimia, con la forma de relacionarse las imágenes en vertical y horizontal, con su omnipotencia espacio-temporal.

Observemos el “backstage” para conseguir esos efectos que sugestionaron y nos siguen sugestionando con una técnica al servicio del arte (cámara en el pecho del operador, en una bici, trineo, en una plataforma rodante, en una especie de guillotina, en plano inclinado en escaleras, una que giraba 360 º, a lomos del caballo, en una barca, en una pequeña roca en mitad del mar). Si para conseguir la emoción en los actores había que disparar con una pistola se hacía, si para conseguir que Vladimir Roudenko llorara por la fuga de su águila había que traer una orquesta que interpretara a Beethoven, se haría. Si había que rodar en escenarios reales biográficos de Bonaparte, se haría porque impregnaría a su obra del espíritu del corso. Si se le quemara la cara y las manos en un accidente con fuego, saldría adelante. Si Albert Dieudonné, ante las dudas en el casting, tuvo que presentarse en su casa disfrazado del militar que hasta su criado creyó ver el fantasma de Napoleón, sería necesario. Y no se equivocó, porque la presencia y actitud elevada del actor es un pilar fundamental en la película. Si tenía que convencer a mil trabajadores en huelga de la factoría Renault para que cantasen “La Marsellesa” muchas veces in crescendo, sin duda, se alcanzaría. Y, sobre todo, ofrecer al mundo su idea de que hay que rodar algo que supere la realidad ideando la Polivisión antes nombrada. Aquel sistema pionero de pantalla panorámica que copiarían después basado en un tríptico que necesitaba de tres cámaras y tres proyectores, unidos a su método Berthon que añadía color y sensación de relieve buscando la cuarta dimensión. Posibilidades innumerables para el espectador que asistía a algo inaudito, nunca visto y que integraba en tres imágenes una poesía con rima con la imagen central principal y las adyacentes invertidas o aumentando la horizontalidad. Provocar al público para que se viera inmerso en un trance, que experimentara una euforia sensorial a través de relaciones físicas, fisiológicas y psicológicas visuales al mismo tiempo. Despliegue bestial, apabullante desde luego, megalomanía que a una servidora también cautiva y la somete en un estado indescriptible con ese apoteósico epílogo, desenfrenado, extático, desbordado, mágico y resplandeciente.

Y encontramos consuelo en aquel historiador, Kevin Brownlow, que dedicó su vida a reconstruir esta obra magna para realizar otra versión recopilando material del propio Gance, de la Cinémathèque française y de cualquier copia esparcida por el mundo que le llegaba, ofreciendo en 1979 una proyección al aire libre en Telluride que fue ovacionada. Después vendría la versión de Coppola.
Abel Gance moriría en 1981. Director encumbrado, olvidado, rescatado por jóvenes directores, reivindicado posteriormente y que brilla actualmente por circunstancias ajenas como la enésima revisión de Napoleón Bonaparte. Con su Polivisión y sus inusuales dimensiones a menudo no fue proyectada como él hubiera querido por las características de las salas. Pidió que el cine se adaptara a él y quizá pidió demasiado. Él decía de mayor en un documental: “me gustaría ver en el cine del mañana la verdadera magia para la cual fue creado. El público que sale del cine no debe ser el mismo que entra. En el de ahora han sido engañados”.

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