PÉPÉ LE MOKO (1937), de Julien Duvivier.


PÉPÉ LE MOKO (1937). Julien Duvivier.

Resulta complicado señalar una sola fase destacada en la carrera de Julien Duvivier. Si bien su aportación al Realismo poético fue clave y engrosó la lista de títulos fundamentales de esa corriente, su aprendizaje con Louis Feuillade y Marcel L’Herbier en la etapa muda le llevaron a dirigir desde 1919 numerosas películas silentes entre las que destaco “Au bonheur des dames” (1930), un ejercicio de narración visual mayúscula a la altura de Murnau o "Maman Colibri" (1929), con excelente puesta en escena también.
Posteriormente, en los años 30, consolidó un cine estupendo ya en el sonoro que le condujo a obtener éxitos en su temprana unión con Jean Gabin –al que normalmente asociamos con ese fabuloso tándem con Jean Renoir pero que, en su dilatada carrera, repitió muchas veces con Duvivier, Marcel Carné, Jean Grémillon, Georges Lacombe, Henri Verneuil o Gilles Grangier, por citar varios– un actor con fama de Rey Midas, con el que también trabajó en EEUU, así como a su llegada del exilio americano.
De esa etapa me gustan “Marie Octobre” (1959), “Voici le temps des assassins” (1956), de nuevo con Gabin o “Chair de poule” (1963) con Robert Hossein. Una fase un tanto irregular con incursiones también en la comedia.

Julien Duvivier (1896-1967).

Esta película está basada en la novela de Henri La Barthe, con seudónimo Ashelbé, autor también de “Dédée d’Anvers” de Yves Allégret y refleja un ambiente extranjero como ya realizó Duvivier en “La grande relève” (1935), cuyo centro neurálgico fueron el barrio chino de Barcelona, con sus personajes marginales, huidos de la justicia desde París, que se alistan en la Legión (Tercio de extranjeros) y el Rif marroquí, con sus cantinas inmundas entre la lucha contra los rebeldes.


Emplazamientos exóticos –esta vez en la Casbah de Argel, colonia francesa ocupada durante muchos años– a los que volvería dos años después con su relevante “Pépé le Moko”, palabra del argot francés que designa a un marinero con Toulon como puerto de origen en el sur de Francia. Espacios fuera del territorio galo, destino históricamente de inmigrantes de numerosas nacionalidades –tal como se explica en el comienzo de la película para contextualizar la historia con imágenes documentales–, así como refugio de delincuentes y hampones de la época, los cuales sirvieron de inspiración de novelas sobre gánsteres que les otorgaron un halo de romántico misterio y relevancia social, a pesar de sus crímenes.


Montaje fotográfico, cortesía de Frank.

Tal fue el éxito cosechado por la película en todo el mundo, que rápidamente, al año siguiente se hizo un remake en Hollywood, “Algiers” (1938), tratando de eclipsar la versión francesa. La americana, dirigida por John Cromwell tiene calidad, aunque copia casi plano a plano, descartando los de las prostitutas por esas callejuelas, con un final distinto y con un protagonista, Charles Boyer, que no alcanza la amargura del personaje que destila Gabin, quedándose en solo un papel elegante, pero sin tanta fuerza y desgarro. Hedy Lamarr desprende glamour y presencia –con su primer papel en EEUU que la conduciría al estrellato después de “Éxtasis” (1933)– tal como lo haría Mireille Balin en la francesa, con un magnetismo y luz fabulosos. Pero la estela de la película de Duvivier se alargaría incluso más con ese ambiente foráneo influyendo en “Casablanca” (1942), esta vez en Marruecos; aunque con situaciones y atmósferas parecidas, la historia sería diferente.
Y aún años después se seguiría recordando con otra nueva versión, “Casbah” (1948), de John Berry, más dulcificada y adentrándose en el terreno musical, con números de baile y canciones, pero sin interés, perdiendo la identidad de la francesa.


Comparación de planos de las dos películas. Hay muchos similares.

La pareja Gabin-Balin aporta la dosis de romanticismo entre la espesura de esas historias del Realismo poético, con el denominador común del fatalismo, pesimismo y tragedia que dominaba en Francia, preludio o vaticinio de lo que habría de llegar con la II G.M. Un tándem que funcionó a la perfección en “Gueule d’amour”, del mismo año, y dirigida por Jean Grémillon, con ese espahí interpretado brillantemente por él.

Gueule d'amour (1937). Jean Grémillon. Mireille Balin y Jean Gabin.

Pépé le Moko es un delincuente con pasión por las joyas huido de París a Argel al que acecha la policía desde hace dos años. Un hombre respetado y querido, con éxito entre las mujeres y un glamour distinguido que exhibe con sus trajes y zapatos de calidad. Refugio eficaz para criminales, la laberíntica Casbah proporciona anonimato, independencia en esa singular amalgama, una suerte de Torre de Babel que fomenta la impunidad. Características de la medina que se asoma al mar de las que se lamenta la policía al inicio, por ser un conjunto de casas pequeñas, vericuetos insondables y sinuosos; terrazas unidas en lo que constituye un entramado arquitectónico inexpugnable en el que la solidaridad es la moneda de cambio entre sus habitantes para subsistir.



Con un inspector local amable, que es capaz de convivir en ese hábitat, éste aguarda pacientemente a que Pépé acuda algún día a la ciudad, espacio abierto y vulnerable donde será apresado. Con otros policías venidos de París con muchas ínfulas y superioridad trazan un plan para adentrarse a la fuerza en esa selvática fortaleza, de la que saldrán mal parados. Propondrán otra idea para conseguir que otros personajes cercanos a él, envidiosos de su popularidad, lo traicionen y en el que una bella turista parisina será el foco de atención, la cual hará picar el anzuelo. El enamoramiento pasional de la joven Gaby desatará los celos de Inès, su amante, que precipitará la desgracia. Le Moko, tan popular y amado en su entorno, como vendido y dejado a su suerte.

Mireille Balin.

Película muy bien narrada, tan optimista en ocasiones, como nostálgica y amarga. Una mirada de embriagada particularidad, que supera la mera historia policíaca, descubriéndose en realidad como una añoranza a lo perdido. A un exilio forzado y secuestro insoportable entre esas callejuelas estrechas que más que la libertad, representan una cárcel sin rejas, un envenenado amparo. Un recuerdo, el de Francia para el protagonista, que personifica en Gaby, comentándole que ella es París, sus olores, sus calles, su gente y su metro. ¿Amor desenfrenado o desabrida melancolía por lo perdido para siempre? Necesidad, cambio, oxígeno, agua, nueva huida, libertad… Muchos personajes del Realismo poético miraban al mar como bálsamo para su enfermedad, su desencanto. Tal y como les pasaba en la película de Marcel Carné “Le quai des brumes”, embrión del noir junto con "Le jour se lève" y esta de Duvivier. Un cine con una especie de malditismo, con destinos insoslayables entre una búsqueda romántica infructuosa.




Esa melancolía está bellamente dibujada con ese plano de Pépé, que se asoma al mar desde su terraza sentado en el muro y también en la canción que interpreta la cantante Fréhel, evocando un pretérito que no volverá con esa foto de su juventud, cantando amargamente sobre la canción del disco con un vibrante y dolorido timbre de voz.
Pero además hay momentos de energía, de especial romanticismo, en el encuentro luminoso de la pareja, o la canción que resuena casi celestial en la calle cantada por un eufórico y fulgurante Gabin, demostrando su pasado laboral en el Folies Bergères o el Moulin Rouge.


La cantante Fréhel (1891-1951), en un emotivo y melancólico momento con su canción que añora tiempos pasados de juventud en Francia.

La bajada radiante por las cuestas empinadas hacia al puerto donde pretende marcharse con su amada a París provoca una fabulosa emoción. Un montaje casi onírico, enfervorizado, con esos pasos decididos, mirada segura, con fondos algo difuminados, enfatizados por el sentimiento que representa. Esperanzador por la poesía de una libertad deseada, aunque efímera.
Julien Duvivier se maneja con soltura en su puesta en escena, con habilidad para representar los espacios escenográficos de interiores, unos movimientos de cámara limpios, fluidos, muy eficaces, que transitan por los decorados de la Casbah a cargo de Jacques Krauss con gran realismo y atmósfera, sobre todo en los nocturnos, acentuando ese ambiente canallesco y marginal.
Una película que resiste perfectamente el paso del tiempo y con un final desgarrador, tan derrotista y sórdido, que en Hollywood tuvieron que cambiarlo por otro más digerible.







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